La Virgen
Niña, expuesta en la Iglesia de la Encarnación con motivo de la exposición
conmemorativa del 125 aniversario de la muerte de Ramón Álvarez, nos ha
mostrado el ajuar propio con el que se vestía a las Inmaculadas a base de
túnica blanca y manto azul celeste popularizado en la segunda mitad del siglo
XIX a través de las imágenes vestideras de la Escuela de Gerona o “cap i
potas”. Estas ropas se bordaban siempre siguiendo el mismo patrón decorativo,
la saya mostraba el anagrama de María, la “A” y la “M” entrelazadas, rematadas
con corona real y con decoración vegetal en el orillo y mangas, al igual que en
los bordes del manto azul y casi exclusivamente bordadas con canutillo de oro.
Bordado en canutillo de plata sobre seda. Escuela de Gerona, siglo XIX. |
En el caso de esta imagen vemos reproducidos fielmente dichos motivos decorativos, sin embargo las técnicas del bordado se amplían a pesar de que la presencia del canutillo es aún muy destacable. Así podemos ver la técnica de la cartulina en el anagrama y en las flores del orillo inferior de la saya, empleando hilos de camaraña y granito, combinándolo con el canutillo liso y rizado. Lentejuelas, huevecillos, perlas y vidrios rematan el conjunto aportando movimiento y vistosidad, especialmente en las mangas. Todo ello bordado en oro sobre seda blanca a excepción del amplio relleno de la corona en destacado terciopelo rojo.
Detalle de las mangas y saya. |
En el manto,
como es común, el bordado se realiza con hilos de plata, más acorde con la
tonalidad celeste de la pieza, incluso el encaje de hojilla que lo remata. Sin
embargo, en este caso el protagonista es el hilo de seda, excluyendo el hilo
metálico para las flores acampanadas, así como tallos y nervios a base de
lentejuelas. El contraste entre los dos materiales se hace más patente en la
actualidad debido a la sulfuración de la plata, sin embargo, en origen, sería
el brillo del metal el que unificara ambos materiales.
Vistas del manto. |
A pesar de ser
piezas que siguen los modelos decorativos propios de la segunda mitad del siglo
XIX derivados de la tradición isabelina, se aprecian rasgos distintivos de la
aportación local, seguramente fruto de los talleres conventuales de la ciudad o del Hospicio, como así lo demuestra el abultado desarrollo de la corona que
se repite en otras piezas conocidas como la toca de la Virgen de la Concha.
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